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Doñana y la ley del más fuerte

Por Eloy Revilla, Profesor de Investigación del CSIC y director de la Estación Biológica de Doñana CSIC

Área de cultivo intensivo de fresa en los alrededores de Doñana // Banco de imágenes EBD-CSIC.

Escribo estas líneas para desahogarme como ciudadano pasmado por la realidad que día a día nos atropella. Podría hacerlo de manera más técnica, como responsable de la Estación Biológica de Doñana, el centro de investigación del CSIC que, junto con otros actores, consiguieron proteger Doñana a mediados del siglo pasado. Sin embargo, me voy a limitar a mis sensaciones y sentimientos. 

 

La Doñana de hoy es muy distinta de la de principios del siglo XX. Tras décadas de intensa actividad para desecarla y ponerla en cultivo, ya solo nos queda un tercio de lo que fue. Hoy en día, la presión que ejerce nuestra actividad fuera del espacio protegido es tan fuerte que estamos perdiendo a gran velocidad hábitats tan emblemáticos como las lagunas, que se contaban por miles, a las aves acuáticas, que acudían a centenares de miles a pasar el invierno o a reproducirse, o monumentos naturales tan valiosos como los centenarios alcornoques que están muriendo a decenas, víctimas de la falta de agua. Doñana está pasando un punto de no retorno que hará que la Doñana del futuro ya no sea la que, en su día, intentamos conservar. Tristeza.    

 

Me entero por la prensa, como cualquier ciudadano de a pie, de que, de nuevo, una proposición de Ley en el Parlamento de Andalucía pretende ampliar la superficie de regadío legalizado modificando el Plan Especial de ordenación de las zonas de regadío ubicadas al norte de la corona forestal de Doñana, conocido popularmente como Plan de la Fresa, y la Ley Forestal de Andalucía. Aún me sorprende que pasen estas cosas.

 

El Plan de la Fresa, aprobado en 2014 tras siete años de compleja tramitación, intentaba poner orden a dos décadas de expansión desordenada de cultivos intensivos bajo plástico, en las que miles de hectáreas se pusieron en cultivo, muchas de ellas sin los permisos necesarios, ocupando terrenos forestales y en muchos casos robando con fines privados un bien público escaso como es el agua. El plan identificaba las áreas cultivadas susceptibles de ser regularizadas por estar dentro de normativa, a las que habría que suministrar aguas superficiales para poder cerrar sus pozos, y marcaba aquellas zonas que no se podían legalizar y deberían ser restauradas a su situación previa. 

 

Estamos en 2023 y aún no se ha ejecutado ese plan que permitiría eliminar la mayor parte del consumo de agua del acuífero. Ahora se pretenden modificar las normas para que la práctica totalidad de las empresas que han estado operando ilegalmente puedan seguir haciéndolo. Esto supone enterrar el trabajo hecho hasta ahora, y un nuevo inicio de todo el procedimiento administrativo. Es evidente que, si ocurre así, dentro de 20 años seguiremos como ahora, a medio camino, pero habiendo perdido parte de lo que hoy nos queda de la antigua Doñana. La filosofía política de ver sólo a corto plazo, de que en cuatro años todos calvos, me llena de desesperanza.    

 

Con el agua el panorama no es nada halagüeño, cada vez hay más demanda y menos agua disponible. Este verano va a ser de aupa, y no solo en Doñana. Ya estamos en primavera meteorológica y de momento las previsiones no nos avisan de un próximo diluvio, que es lo que necesitamos. Si abril no lo remedia, encaramos un verano catastrófico para la agricultura y con restricciones de consumo en numerosas localidades. Es lo que tiene sobreexplotar los acuíferos de los que depende el abastecimiento desde arroyos y fuentes. Miedo.

 

En las últimas décadas hemos perdido una agricultura tradicional sostenible, donde los olivares eran de secano, se cultivaba entre los árboles y donde el ganado pastaba a finales del verano. Hoy tenemos olivares industriales sin biodiversidad, que han llevado a la quiebra a los tradicionales a base de aumentar la producción y de competir con precios a la baja. Los agricultores ahora se endeudan y trabajan más para intentar ganar lo mismo que antes. La agricultura industrial depende de un agua menguante en superficie por el cambio climático, de un agua subterránea que estamos agotando, y de un petróleo en forma de gasoil y un gas en forma de fertilizantes que antes o después se van a acabar. Angustia.

 

Es evidente la urgencia de iniciar una reconversión de la demanda de agua para la agricultura, para la industria y para el consumo urbano, incluyendo las decenas de millones de turistas que vienen a España y que también demandan agua. Las restricciones al consumo deberían empezar ya, para que el golpe no sea tan duro y para ir adaptándonos a lo que nos viene. Este año muchos agricultores de la cuenca del Guadalquivir se van a ir a la quiebra. Pesadumbre. 

 

Mientras, en Doñana se engaña a la comarca con falsas promesas que no se van a cumplir por dos motivos: legalmente no se puede y, el más rotundo, no hay agua suficiente. La consecuencia es que todo seguirá igual, seguiremos produciendo fresas hasta que se acabe el agua o ya nadie quiera las fresas españolas, con las consecuencias que eso tendrá para la industria agrícola de la zona. Mientras, habremos perdido el corazón y el alma de Doñana. Todo seguirá igual en un camino de destrucción acelerada. Injusticia.   

 

No tengo la menor duda de que todo el mundo quiere proteger Doñana. La cuestión es qué Doñana queremos conservar, y, aquí, a la vista de los acontecimientos, es evidente que hay opiniones divergentes. Por un lado están los que solo quieren mantener Doñana como un medio de marketing capaz de atraer turistas y dar renombre internacional a una comarca y sus productos y servicios. Por otro lado están los que creen que eso debe ser consecuencia de los valores ambientales intrínsecos que históricamente la han caracterizado. Hagamos lo que hagamos, Doñana va a seguir ahí, aunque quizá sólo como un lugar empobrecido y simplificado, un recuerdo de lo que fue. De nosotros depende. 

 

La mayoría de la gente piensa que la naturaleza es débil, una víctima indefensa ante unas personas que son invencibles. No nos engañemos, la naturaleza es mucho más fuerte que nosotros. Doñana no es más que el canario en la mina que nos avisa de lo que nos viene encima a todos. Antes o después tendremos que cambiar nuestra manera de utilizar la naturaleza para adaptarnos a las condiciones que nos impone. No hay otra opción, dependemos completamente de ella.

 

Publicado originalmente en El País.

 


https://elpais.com/clima-y-medio-ambiente/2023-03-15/donana-y-la-ley-del-mas-fuerte.html

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